Svetlana Stalin, hija del famoso dictador ruso Joseph Stalin, se hizo católica en 1982, tras una vida que la ha llevado a través del sufrimiento al Bautismo ortodoxo y luego a la Iglesia Católica. La fe es un don del amor. Este es el único testimonio que se ha publicado en “Lettera del Foyer Orientale”, en 1995, de la conversión de la hija del gran dictador marxista.
Hay muchos caminos
«Los primeros 36 años que he vivido en el estado ateo de Rusia no han sido del todo una vida sin Dios. Sin embargo, habíamos sido educados por padres ateos, por una escuela secularizada, por toda nuestra sociedad profundamente materialista. De Dios no se hablaba. Mi abuela paterna, Ekaterina Djugashvili, era una campesina casi iletrada, precozmente viuda, pero que nutría su confianza en Dios y en la Iglesia. Muy piadosa y trabajadora. Mi abuela materna, Olga Allilouieva, nos hablaba gustosamente de Dios: de ella hemos escuchado por vez primera palabras como alma y Dios. Para ella, Dios y el alma eran los fundamentos mismos de la vida. En una ocasión, cuando mi hijo tenía 18 años enfermó. No quería ir al hospital, a pesar de la insistencia del doctor. Por primera vez en mi vida, a los 36 años, pedí a Dios que lo curara. No conocía ninguna oración, ni siquiera el Padrenuestro. Pero Dios, que es bueno, no podía dejar de escucharme. Me escuchó, Después de la curación, un sentimiento intenso de la presencia de Dios me invadió. Con sorpresa de mi parte, pedí a algunos amigos bautizados que me acompañaran al templo. Dios no sólo me ayudó a encontrarlo, sino deseaba darme mayores gracias. Me hizo conocer al sacerdote más maravilloso que podía encontrar, el P. Nicolás Goloubtzov (1890-1963). Yo tenía necesidad de ser instruida sobre los dogmas fundamentales del Cristianismo. Bautizada el 20 de mayo de 1962 en la fe ortodoxa, tuve el gozo de conocer a Cristo, aunque ignorase casi toda la doctrina cristiana.
El testimonio de los cristianos
“Encontré por vez primera en mi vida católicos romanos, en Suiza, cinco años después de mi bautismo en la Iglesia ortodoxa rusa. Después me trasladé a América y me casé; parecía que llegaba para mí la posibilidad de una vida normal. Pero pronto sobrevino de nuevo la turbación y la amargura; todo terminó con la separación conyugal. Durante estos años, mi vida religiosa era confusa, como todo el resto. Me encontraba de frente a un cristianismo americano múltiple. Cada denominación me invitaba. Yo tenía necesidad de descubrir lo que era justo en la multiplicidad de confesiones y perdía la noción de lo que yo misma era personalmente y en qué creía. Busqué también en la Ortodoxia la solución de mi búsqueda personal. Las respuestas a mis interrogantes me parecían demasiado abstractas.
Un día recibí una carta de un sacerdote católico italiano de Pennsylvania, el P. Garbolino, que me invitó a hacer una peregrinación al Santuario de Fátima, en Portugal, con ocasión del 70º aniversario de las apariciones. De momento no fue posible, pero nuestra correspondencia de amistad duró más de 20 años y me enseñó muchas cosas. Mediante este intercambio epistolar, más de una vez se planteó la cuestión de mi adhesión a la fe católica. Pero la publicidad y el hecho de ser devorada por los medios de comunicación social, me había dado una pésima impresión ya al llegar a los Estados Unidos.
En 1969 el P. Garbolino, que se encontraba en New Jersey, vino a hacerme una visita a Princeton. Yo continué escribiéndole a Pittsburgh. En aquel momento yo era divorciada e infeliz, pero él, como buen sacerdote, siempre encontraba las palabras apropiadas y prometía siempre rezar por mí. En 1976 encontré en California una pareja de católicos, Rose y Michael Ginciracusa. Viví dos años con ellos. Su piedad discreta y su solicitud hacia mí y mi hija me conmovieron profundamente. En 1982 partimos para Inglaterra, para permitir que mi hija recibiera una buena educación europea. Mis contactos con los católicos continuaban siempre alentadores”.
El abrazo al catolicismo
“La lectura de libros notables y el contacto con los católicos contribuyeron a acercarme cada vez más a la Iglesia Católica. Y así, en un frío día de diciembre, en la fiesta de Santa Lucía, en pleno Adviento, un tiempo litúrgico que siempre he amado, la decisión, esperada por largo tiempo, de entrar en la Iglesia Católica, me brotó naturalísima, mientras vivía en Cambridge, Inglaterra. Los años desde mi conversión han sido plenos de felicidad. La diferencia entre la soledad en la Iglesia ortodoxa oriental y aquélla en la Iglesia Católica me ha parecido bajo esta forma: en la ortodoxia oriental, una confesión raramente es escuchada, generalmente una vez al año por Pascua y sin la discreción que permite el confesionario. La Eucaristía se ha hecho para mí viva y necesaria. El Sacramento de la Reconciliación con Dios a quien ofendemos, abandonamos y traicionamos cada día, el sentido de culpa y de tristeza que entonces nos invade: todo esto hace que sea necesario recibirlo con frecuencia.
Por muchos años he creído que la decisión crucial que había tomado de permanecer en el extranjero en 1967 fue una importante etapa en mi vida. Yo iniciaba una vida nueva, me liberaba y progresaba en mi carrera de escritora itinerante. El Padre celestial me ha corregido dulcemente. Fui nuevamente sumergida en una maternidad tardía que debía hacerme presente mi puesto en la vida: un humilde puesto de mujer y de madre. Así, en verdad, fui llevada en los brazos de la Virgen María a quien no tenía la costumbre de invocar, teniendo la idea de que esta devoción era cosa de campesinos iletrados, como mi abuela Georgiana, que no tenía otra persona a quien dirigirse. Me desengañé cuando me encontré sola y sin sustento. ¿Quién otro podía ser mi abogado sino la Madre de Jesús? Imprevistamente, Ella se me hizo cercana, Ella a quien todas las generaciones llaman Bienaventurada entre las mujeres”.