Roberto Bosca
Arvo Net 16.05.2006
Todo en esta vida tiene su explicación, también la irrupción de este nuevo género literario que se encuentra precedido de ilustres antecedentes que fueron preparando el camino…
Cuando comenzaba mi adolescencia, junto al gusto por la poesía que es propio de la edad (me fascinaban los clásicos, especialmente los españoles), se despertó en mí un desaforado interés por la ciencia-ficción, denominada también ficción científica. Apareció así en mi imaginario un señor que construía artificialmente un esperpéntico ser “humano” y aterrorizaba a todo el vecindario, los platos voladores, y el misterio de un más allá paranormal. La fantaciencia, así también llamada con un neologismo de época, configuró todo un género que, como en los ejemplos recordados, podía estar vinculado a las llamadas historias de terror y alcanzar un notable desarrollo en los años sesenta. Me encantaba particularmente Ray Bradbury, poseedor de un gran talento como escritor, que también era un poeta. El vuelo poético de sus cuentos también explica que en él se aunaran mis aficiones juveniles.
Un sensacionalismo religioso
Pero la ciencia ficción, con aquellos nostálgicos atardeceres marcianos, ha quedado atrás y los nuevos tiempos anuncian la configuración de un nuevo género que está naciendo en nuestros días, por el cual no es ya la ciencia sino la teología el material que permite hilvanar el invento: se trata de la teología-ficción. Como la ficción científica, la nueva ficción religiosa trata de tomar el dato teológico como un elemento fundamental de la trama del relato, dibujando una nueva realidad imaginaria que resulta atractiva al lector, sobre todo cuando se le brindan engañosos elementos de verosimilitud.
Desde luego, no es éste el caso de las novelas de temática religiosa como los libros de Graham Greene, y menos el planteo teológico que hizo célebre a la filmografía de Ingmar Bergman, de una profundidad metafísica que hoy se extraña, en la que se conjugaban Dios, el demonio, la muerte, la vida, el dolor y el amor. En ellas, la creación artística no vulneraba la racionalidad, y la ficción residía sobre todo en los hechos, en los que se respetaba el acontecer histórico y el dato propiamente teológico.
Pero qué lejos ¡ay! estamos aquí de aquellas honduras metafísicas y de las expresiones refinadas del auténtico arte, un tanto complicadas y relativamente ajenas al interés más llano e inmediato del hombre light, que ha conformado una religión a su medida, necesitada de desalojar del espacio social los antiguos fantasmas bergmanianos del dolor y la muerte. La New Age es la espiritualidad del hombre light, que más que buscar una respuesta al dolor desearía anestesiarlo, y más que inquirir una respuesta a la muerte pretende suprimirla mediante la reencarnación.
Esta necesidad de las espiritualidades de la autoayuda resulta funcional a la nueva literatura y cinematografía de ficción religiosas, donde se prefiere en cambio incorporar elementos ajenos a las verdades reveladas y producir planteos heterodoxos en relación a la fe, tal como ha sido presentada por las iglesias tradicionales. Esta manipulación involucra a la revelación cristiana, pero muy en particular se tiene en la mira a la Iglesia católica, que parecería ser objeto de una peculiar inquina por los versátiles autores del sensacionalismo religioso de nuevo cuño.
La negación de la fe es la actitud típica de lo que históricamente se ha calificado de herejía, ya desde los primeros siglos. Mantener incólume el tesoro de la verdad siempre ha sido una responsabilidad que con verdadero celo la Iglesia católica ha sabido asumir hasta el heroísmo a lo largo de la historia, y esta misión enfrenta en nuestros días los desafíos más sofisticados de un nuevo Atila que ha puesto a su servicio un formidable aparato mediático.
Como puede fácilmente comprenderse, esta nota sobre la que pretende estructurarse el nuevo género resulta lesiva para muchas personas que se sienten legítimamente heridas en su sensibilidad religiosa, seguramente la más íntima y profunda del espíritu humano. Todavía está fresco el recuerdo de la alta tensión internacional generada por las caricaturas de Mahoma. Se produce aquí un conflicto entre la libertad religiosa y la libertad de expresión que no tiene fácil solución.
La literatura de temática religiosa que ha ganado los primeros puestos de venta a partir de los noventa aparece enfocada bastantes veces desde el ángulo de un sensacionalismo propio del llamado periodismo amarillo, que podríamos denominar maravillosismo. Ella apunta a centrar la atención del lector no tanto en los aspectos teológicos que juegan en el interior de cada existencia humana, -como era el caso de cineasta sueco-, sino mas bien en las vertientes extraordinarias del mundo sobrenatural que resultan ser las más llamativas, aunque no siempre sean las verdaderamente importantes y fundamentales del planteo religioso.
Los antecedentes
Todo en esta vida tiene su explicación, también la irrupción de este nuevo género literario precedido de ilustres antecedentes que fueron preparando el camino. Se pueden mencionar algunos libros que se consagraron como un éxito de ventas y han quedado como clásicos del nuevo género. El primero de ellos, en los calientes años sesenta, fue El retorno de los brujos, de Louis Pauwels y Louis Bergier. Un trabajo importante porque mostró el interés del gran público por la temática propia del irracionalismo, que presentada con un adecuado packaging intelectual ganó los favores de las clases medias. La novedad consistió aquí en amalgamar en una perspectiva optimista la ciencia racionalista y el irracionalismo ocultista, adelantando uno de los principales caballitos de batalla de la New Age. Había nacido el llamado “realismo fantástico”.
La obra emblemática de los ochenta en esta materia es la célebre “biblia” New Age: La Conspiración de Acuario, de Marilyn Ferguson, un verdadero manual de la nueva espiritualidad, donde se brinda al lector un detallado resumen de sus creencias fundamentales. En este libro puede encontrarse ya -aunque un tanto veladamente- una visión fuertemente negativa de la Iglesia católica, que se ha venido haciendo más explícita con el paso del tiempo, hasta presentarse desembozadamente en El Código Da Vinci, de Dan Brown.
La Novena Revelación, de Robert Redfield, representa en los noventa la novela que arrasaría con los records de ventas, mediante un mensaje espiritual de características también típicamente New Age. En ella se dibuja la clásica oposición entre el simpático cura “revolucionario” y el obispo aliado a los poderosos intereses que dominan el mundo, una disociación demagógica a la que ha jugado más de uno de los enemigos de la Iglesia para romper la unidad de la comunidad eclesial.
Como puede verse, los elementos fundamentales del Código Da Vinci se encuentran ya prefigurados en obras anteriores, en particular la amalgama entre realidad y ficción vinculada a la temática religiosa, y la fascinación por una hipótesis muy celebrada por el gusto popular: que lo más increíble pueda llegar ser verdad. Es el “créase o no” que hizo famoso a Ripley por varias generaciones. En todo caso podría decirse que lo verdaderamente nuevo es el perfeccionamiento de las técnicas de marketing, que han permitido al autor alzarse con la friolera de doscientos cincuenta millones de dólares, y teniendo en cuenta que las expectativas por la película son altas, la fiesta no parece haber terminado.
La New Age
La nueva saga literaria de la “teología-ficción” no es, sin embargo, pura imaginación. Ella no ha nacido tampoco con un mero propósito recreativo como la ficción científica, sino que responde a una concreta corriente de espiritualidad a la cual expresa, que ha tenido en los últimos años un notorio desarrollo. La New Age es una religiosidad apócrifa, y constituye la verdadera placenta donde se ha desarrollado la “ideología” que informa la nueva literatura de ficción religiosa. Cualquier observador puede comprobar cómo ella se dirige resueltamente a sustituir las creencias cristianas tradicionales configurando un renacer neopagano.
Resultan visibles en la novela como elementos que corroboran esta influencia ciertos contenidos gnósticos. En ese sentido puede decirse que el Código no es una novela inocente, pues se ha constituido de hecho en un ariete contra la Iglesia católica, a la que se adjudica en el caso el ingrato papel de “el malo de la película”. La inversión del bien y del mal se presenta aquí sin tapujos: lo que era un pudoroso sentimiento de secreta hostilidad en La conspiración de Acuario, ahora ha salido a la luz. El monstruo ha mostrado sus fauces: la fuente del mal es la propia Iglesia.
Como la misma New Age que le brinda su sustrato sustentador, la novela es un producto híbrido. La amalgama de ciencia y religión parece estar especialmente diseñada para la confusión, porque en el reino de las verdades a medias no se sabe qué es lo que es verdad y lo que no lo es, y el resultado tiende a resquebrajar -no hay ningún disimulo en este punto- las convicciones religiosas de los lectores. Es que ellos, abrumados por el derroche de una ambigua información, no siempre poseen la formación necesaria para discernir adecuadamente la paja del trigo. La ambigüedad es la regla en la que se mueve el autor: datos verdaderos, falsos y mixtos. Pero, como complemento de esa pars destruens, (y sin ambigüedades porque los misiles están bien apuntados), e igual que sus precedentes, la obra es portadora de un metamensaje ineludible. El contenido de ese mensaje no es otro que el de la New Age, presentada -pese a sus arcaicos ropajes precristianos- como la nueva religión de la humanidad.
La Teoría de la Conspiración
Así como la New Age es el telón de fondo, -la ideología subyacente, la welltanschauung que informa a esta nueva literatura-, la “Teoría de la Conspiración” es el nervio que la pone en tensión. Como toda moda, se trata de algo esencialmente pasajero cuyos destellos se convertirán pronto en humo. Pero mientras tanto habrá dejado su secuela de incertidumbres, cultivada en el espíritu de sospecha. A todos nos gusta imaginar que tras la realidad se esconde un contenido más rico, más profundo y desde luego misterioso, que los demás no advierten y del cual nos gustaría tener la clave. No puede negarse que esta posibilidad adquiere para cualquier lector una indiscutida fascinación. Sobre esta sensibilidad muy difundida que juega al descubrimiento de una verdad oculta al común de las gentes, se articula la trama argumental de la ficción religiosa.
La Teoría de la conspiración constituye una construcción vigente en todas las épocas que registra actualmente una notable vigencia y no sólo en mentes afiebradas y paranoicas, no tan raras en este loco mundo, sino que goza de una insospechada popularidad. Ella consiste en la creencia de que toda la realidad se explica por el desarrollo de un plan cuidadosamente diseñado desde unos ocultos centros de poder. El punto de verdad que ella posee atrae la visión un tanto superficial pero en todo caso ansiosa de verdades ocultas que cierta mentalidad popular siempre ha alimentado. Dicha visión proviene de concebir la vida social como un teatro de marionetas movido por manos malvadas e invisibles al servicio de secretos designios de poder.
Las novelas que antes giraban alrededor de un espía audaz, narcotraficantes perversos, servicios secretos que asesinaban con pasmosa frialdad y militares obsesionados por la razón de Estado conjugados con políticos corruptos, ahora tiene nuevos protagonistas: cardenales asesinos o miembros de instituciones religiosas (en rigor, los católicos) convertidos en verdaderas fuentes de la perversión.
Si bien estos actores malignos que gobiernan al mundo han variado en el imaginario popular con el transcurso del tiempo, una trilogía ha sido finalmente configurada como la síntesis del mal y encontró un fértil desarrollo durante el pasado siglo, al punto de haber desatado persecuciones implacables, como por ejemplo nada menos que la Shoah. Ella está conformada por el judaísmo, la masonería y el comunismo. Dicha trilogía. Es tradicionalmente considerada un cliché en ambientes ultras, pero el concepto de conspiración no se agota desde luego en ella. En todo caso, la novedad (que tampoco es original porque también cuenta con más de un antecedente) consiste en haber incorporado la Iglesia católica a la Teoría de la conspiración o en haber adjudicado la calidad de chivo expiatorio al catolicismo, que gana así el centro de la escena.
El Opus Dei
Si la Iglesia católica es el blanco, caracterizada como sede del mal que no escatima medios, aun los más perversos, para perpetuar su dominación, el Opus Dei es el instrumento asesino. La Prelatura personal de la Iglesia católica es presentada aquí con los sombríos colores de una siniestra organización. Aunque la grosería del recurso basta para invalidarlo, no por ello deja de resultar lamentable la procreación de esta grotesca caricatura.
En realidad, la persecución ha sido una constante histórica desde los primeros tiempos del imperio romano en los cristianos que han querido ser consecuentes con su fe. Las vidas de los santos dan buena cuenta de ello. Quizás las persecuciones no siempre tienen el color rojo de la sangre, como ha sucedido tantas veces, culminando en la “Iglesia del silencio” bajo el comunismo. El neolaicismo de nuestros días también apunta a una iglesia del silencio sin apelar a la persecución sangrienta sino a métodos un tanto más sofisticados. La New Age no necesita ningún campo de reeducación política si tiene a mano los ingentes recursos de la sociedad mediática donde el nuevo magisterio de Dan Brown dicta sus epístolas en forma de aventura.
El recurso al Opus Dei como un centro de poder no es nuevo y una cierta literatura preparó la imagen adecuada para el protagonismo que ha presentado la novela. Tal vez no tenga tanto sentido contradecir las calumnias y las injurias, teniendo en cuenta que podría articularse un diálogo de sordos. Si no se comprende la naturaleza esencialmente sobrenatural de una institución y sus fines espirituales -exactamente los mismos que los de la Iglesia católica-, resulta inútil argüir cualquier explicación ajena a una voluntad de poder: si un sordomudo asiste a un concierto, su interpretación del espectáculo resultará previsiblemente pintoresca y estrambótica.
En todo caso, consuela pensar que en un tiempo prudencial ya nadie hará mucho caso de estos fuegos artificiales, de los que sólo quedará un poco de humo maloliente, aunque haya de lamentar la chamusquina de una cantidad impredecible de desprevenidos.