Ofrece una argumentada invitación a fiarse de los Evangelios

Ricardo Crespo
Secretario Académico
de la Universidad Austral
Publicado el 5 de octubre
diario La Nueva Provincia

Una frase de Manuel II Paleólogo lo estropeó todo. Un magnífico documento queda invalidado por la sinrazón, reaccionando frente a un discurso sobre el lugar y significado de la razón: parece un trabalenguas, pero es una paradoja. Paradojas de un mundo que se empeña en poner la razón al servicio de la sinrazón.

Permítaseme por un momento poner entre paréntesis esa frase intrascendente a los fines de lo que se deseaba transmitir: el lugar de la razón en relación con la Fe. ¿Quién objetará la frase siguiente del Emperador, tomada en sí misma, al margen de Mahoma?: «No actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios»,

¿Qué quiso transmitir Benedicto XVI con su discurso? Lo que Chesterton puso en boca del padre Brown cuando descubrió al ladrón Flambeau, que se hacía pasar por clérigo: «Lo descubrí porque usted atacó la razón. Y atacar la razón es mala teología». El Pontífice señala tres oleadas y un antecedente de este desprecio de la razón; todas ellas en el marco del cristianismo. El antecedente es el voluntarismo de Juan Duns Scoto, filósofo y religioso franciscano que sostuvo la posibilidad de un Dios irracional, caprichoso.

La primera oleada es la Reforma del siglo XVI; la segunda, la teología liberal de los siglos XIX y XX; la tercera es actual: la confusión de la racionalidad con una inculturación helénica. Todas estas oleadas conducen al fideísmo, la obligación de vivir la Fe sin demandarle su razonabilidad. De nuevo, esto es mala teología. El argumento del Papa es prístino.

Pero más lúcida aún, a mi entender, es la descripción del trasfondo, casi al final del discurso: la autolimitación moderna de la razón, expresada clásicamente por Kant y vivida día a día en el positivismo científico. Se ha desterrado lo más valioso de la razón, lo que los griegos llamaron nous y los latinos intellectus . La capacidad de leer dentro, de intuir, de conocer. La razón hoy es sólo coherencia y correspondencia con el dato. No es legítimamente científico preguntarse el qué y el para qué. Estos quedan marginados al ámbito de lo subjetivo, el único arbitro ético.

Esto es lo peligroso para la humanidad, que decide caprichosamente la esencia y la finalidad y pone a su servicio una razón sólo instrumental. Casi al final dice Benedicto XVI: «Mi intención no es el reduccionismo o la crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y su aplicación. Mientras nos regocijamos en las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, también podemos apreciar los peligros que emergen de estas posibilidades y tenemos que preguntarnos cómo superarlas. Sólo lo lograremos si la razón y la fe avanzan juntas de un modo nuevo, si superamos la limitación impuesta por la razón misma a lo que es empíricamente verificable, y si una vez más generamos nuevos horizontes».

Asistimos a un furioso dominio de la razón sólo instrumental que, gobernada por una voluntad o por unas pasiones veleidosas, se aplica, implacable, contra la naturaleza y contra la misma razón. La ciencia se ha subordinado a la técnica y ésta al lucro. La razón se retiró del reino de los fines y se limita al de los medios. Los fines se determinan irracionalmente. El problema no es la razón, sino el uso instrumental de la razón en pro de unos fines sin razón. ¡Quién nos salvará de una razón que se quedó dormida en el momento en que una voluntad loca tomó decisiones, y que se despertó en el momento de la ejecución de esos proyectos «sueños» irracionales! Una razón práctica que, al decir de Hume, es esclava de las pasiones. Por eso, el famoso grabado de la serie de «Caprichos» de Goya, «el sueño de la razón produce monstruos», puede significar tanto que, dormida la razón, la sinrazón produce monstruos, cuanto que la razón instrumental sueña monstruos.

Sin un renacer de la más noble razón, la que conoce el ser y el fin, el mundo corre peligro y la fe puede cometer muchos errores. Esto es lo que quiso decir Benedicto XVI. Y lleva mucha razón.