Ponencia presentada en la Semana de Investigación Interdisciplinar “Del yo a la persona”, en la Universidad Austral, Campus de Pilar (Buenos Aires, Argentina), el 8 de agosto de 2018.
José Ignacio Murillo
Universidad de Navarra
Como la noción de “persona” no es equivalente a la de “mente” y “yo”, conviene que la neurociencia, cuando se pregunta acerca del ser humano, del que el sistema nervioso es parte, lo tenga en cuenta. Es cierto que estas tres nociones no encuentran, al menos en el lenguaje común, un sentido del todo definido y que su significado tiende a solaparse. Sin embargo, incluso en el lenguaje común, tendemos a subrayar con ellas unos aspectos más que otros al utilizarlas.
Para clarificar estos términos y, en concreto, responder a la pregunta por qué añade la noción de persona a las otras dos, puede ser útil adoptar una perspectiva histórica que nos ayude a comprender los contextos en que estos conceptos se forjaron y los desarrollos y connotaciones que han ido adquiriendo.
Para acometer esta empresa, Leonardo Polo nos ofrece una guía cuando señala que se han dado en Occidente tres versiones distintas sobre la cuestión acerca de qué es lo más radical en el ser humano. Polo emplea el término “radical” con la intención bien precisa de evitar referirse a lo “fundamental”, pues, en su opinión, el fundamento es incompatible con la libertad y este es un rasgo distintivo del ser humano. En lo que sigue desarrollaré de un modo libre esta sugerencia.
El primero de estos marcos antropológicos se genera en el pensamiento clásico y tiene como representantes más importantes a Sócrates y a los grandes socráticos, Platón y Aristóteles. Platón nos presenta a Sócrates en la tarea de encontrar un criterio para determinar cual es el verdadero bien frente a los sofistas que tan solo ofrecen los medios para obtener el éxito, cualquiera que sea el modo en que este se conciba. En este contexto, Sócrates reformula la noción de alma para aplicarla al núcleo de la personalidad moral, a aquello que, por una parte, constituye la personalidad moral que actúa y, al mismo tiempo, la dimensión radical que ante todo debemos cultivar y promover, la que es capaz de alcanzar y disfrutar el bien.
Desde Sócrates, especialmente en los desarrollos de los grandes socráticos, el destino del alma se encuentra intrínsecamente unido al del logos y el nous. El primero es la capacidad de comprender, ordenar y expresar la realidad que nos distingue del resto de los animales, mientras que se refiere a la capacidad de captar lo realmente real más allá de las apariencias que nos ofrecen los sentidos. No cabe una vida buena sin la capacidad (nous) de captar lo que es realmente bueno y distinguirlo de lo que aparenta serlo y de organizar nuestras vidas en orden a ese bien (logos).
El bien que corresponde al alma es la virtud. Es este otro término que adquiere un sentido bien preciso en la reflexión ética y antropológica socráctica. Virtud, en el lenguaje común, significaba excelencia. A partir de ahora, la virtud será ante todo el bien y la excelencia del alma, de aquello más radical y elevado que existe en nosotros mismos: el bien del ser humano en cuanto tal o, al menos, aquella disposición sin lo cual no podríamos en modo alguno alcanzar y disfrutar los bienes más altos.
En este planteamiento, encontramos ya dos versiones de los términos “yo” y “mente”. Los clásicos no sustantivan la primera persona para referirse al yo, pero se puede decir, desde su concepción, que yo soy ante todo mi alma. Por su parte, el nous será traducido al latín bien como mente o bien como intelecto. Esta doble versión revela que la actividad más característica que se atribuye a la mente es la de saber o entender. De hecho, en la visión clásica la contemplación de las verdades más altas será valorada como la más alta de las posibilidades humanas.
Un aspecto decisivo, sin el cual no cabe comprender correctamente la concepción clásica, es que el bien del alma no depende tanto de los acontecimientos externos cuanto de la actividad del alma. La virtud se alcanza mediante la actividad orientada al bien, al fin, y que de algún modo ya lo posee. Aristóteles desarrolla esta noción cuando distingue entre las actividades perfectas, que son aquellas que poseen el fin (telos) –como ver, entender, vivir–, y los movimientos o producciones, que acaban cuando lo alcanzan. Cuando veo, ya he visto y puedo seguir viendo; en cambio, cuando construyo, todavía no he alcanzado el objetivo que me propongo y, al alcanzarlo, la acción cesa. Teniendo en cuenta estas distinción, resulta lógico que, para los clásicos, lo importante no sea producir el bien sino poseerlo, disfrutarlo, algo para lo que, si se trata de los verdaderos bienes, el alma debe estar bien dispuesta mediante la virtud.
La concepción clásica ha tenido una larga vida, pues no solo determinó las concepciones filosóficas de la antigüedad tardía, sino que fue aceptada por el cristianismo para formular su visión del hombre y de su actividad. No obstante, el cristianismo ofrecía un cambio de paradigma que obligaba a repensar las nociones que esta ofrecía. Mientras que para los clásicos las relaciones con otros seres humanos eran solo una dimensión, por importante que fuera, del bien humano, para los cristianos la existencia humana es el fruto de una decisión libre por parte de la divinidad originaria y trascendente de ofrecer a los seres humanos su propia bienaventuranza. Así pues, usando una noción que solo poco a poco ser irá desarrollando en el sentido actual, el bien supremo es un ser personal. La vida humana se entendía ahora como una decisión libre de aceptación o rechazo de un Dios capaz de entablar un diálogo con los hombres, es decir, lo que ahora denominamos una relación personal.
La noción de persona se desarrolla en un marco teológico, para distinguir, por una parte, entre las personas divinas, pues Dios no es para los cristianos un ser solitario, sino Amor y eso excluye que la soledad sea originaria, y, por otra para señalar la unidad de Cristo en sus dos naturalezas distintas, la divina y la humana. La traducción del término griego hypóstasis por persona en latín, introducirá en la reflexión antropológica una noción nueva para referirse a lo radical en el ser humano. La persona tiene alma y naturaleza, pero no se agotan en ellas. Se trata de una noción que, desde el principio, servirá para comprender al ser humano no solo desde un punto de vista metafísico, como criatura divina, sino en el contexto de las relaciones entre personas, en particular las de las criaturas con Dios.
El desarrollo filosófico de la noción de persona será lento, hasta el punto que se puede decir que es seguramente el siglo XX cuando ha recibido más atención. Esta toma de conciencia de la importancia decisiva de la noción se debe a la exigencia de encontrar una alternativa a otra concepción de lo radical, también formulada en un contexto cultural cristiano, pero que, con frecuencia, ha llegado incluso a presentarse como hostil al cristianismo y que en ese momento histórico comenzaba a mostrar ya sus numerosos problemas y claros signos de agotamiento.
A finales de la Edad Media, el intento por comprender la libertad lleva a formularla en términos de espontaneidad. Ser libre no es solo, como para los clásicos, saber qué es lo bueno y poder hacerlo. Al concebirlo de este modo, parece que el intelecto y la verdad que conoce determinan nuestras decisiones. Pero una decisión verdaderamente libre no puede estar determinada. Por eso se tiende a atribuir los actos humanos libres aparecen a un poder indeterminado.
Esta concepción problemática acompaña al gran descubrimiento occidental de que la producción de realidades nuevas mediante la inventiva y el trabajo humanos es una forma de libertad. El problema, no obstante, es que la noción de actividad perfecta y posesiva de los clásicos, que había formulado clara y magistralmente Aristóteles, se va hundiendo en el olvido. La producción se convierte así en el paradigma de la acción humana.
Al mismo tiempo, se toma conciencia de la interioridad humana, y se desarrolla un interés por la experiencia y por la subjetividad. Pero, al comprender la creatividad y la interioridad en términos de producción, la subjetividad se presenta como lo opuesto de la objetividad. En este contexto, lo característico de la subjetividad no es ya su capacidad de conocer la realidad, de poseerla y disfrutarla, sino la autoconciencia, que la distingue de lo meramente objetivo. De este modo, las nociones de yo y de mente cambian de sentido, aquel en el que son tomadas habitualmente por quienes cultivan la neurociencia o intentan interpretar sus resultados.
Lo que Polo propone es que estas tres versiones de lo radical ponen de manifiesto aspectos relevantes de lo humano, pero que estos solo pueden aceptarse íntegramente sin estorbarse si los ordenamos adecuadamente. Ante todo, lo más radical, piensa él, es la persona. En segundo lugar, el alma o la naturaleza racional del ser humano, y, en tercero, aunque vinculado estrechamente al primero, pues es su expresión, la producción.
Esto nos obliga a reformular la noción de subjetividad que deriva de poner como primer radical la producción, evitando comprender la actividad humana como una autorrealización o producción de una libertad previamente vacía. Pero también a reconocer que la persona y las relaciones que establece con otras personas permiten también dar sentido a la producción y superar los prejuicios que abrigaban los clásicos ante las actividades productivas del ser humano, aquellas que, para Aristóteles, eran propias de los esclavos.
Si aceptamos esta historia, resulta patente que la noción de persona añade algo a las de mente y yo. Respecto de la primera, pone de manifiesto que la mente no es algo que deba ser concebido tan solo de un modo interior, sino sobre todo en relación con los otros. Respecto de la segunda, el yo aparece radicado más allá (o más acá) de la autoconciencia, de modo que resulta también más fácil comprenderlo sin oponerlo al cuerpo. De ahí que, al estudiar el sistema nervioso central, convenga no perder de vista que este es de la persona y sirve para expresarla. En este contexto resulta adecuada la caracterización que hace Thomas Fuchs del cerebro como un “órgano relacional”, que permite la excepcional apertura del ser humano a la realidad, especialmente a la de las otras personas.
Bibliografía:
Thomas Fuchs, The ecological brain, Oxford University Press 2017.
José Ignacio Murillo, “Antropología” en César Izquierdo, Jutta Burgraff, Félix María Arocena, Diccionario de Teología, Eunsa, Pamplona 2014 (3ª edición), pp. 29-49.
José Ignacio Murillo, “Neuroeducación y paideia. ¿Colaboración o conflicto?”, en Albert Cortina, Miquel-Ángel Serra, Humanidad infinita, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2016, pp. 259-287.
Leonardo Polo, “Lo radical y la libertad”, en Persona y libertad, Eunsa, Pamplona 2017, pp. 177-238.
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José Ignacio Murillo es Profesor en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Navarra. Su investigación se enmarca en el campo de la antropología y está animada por el interés en integrar las diversas perspectivas científicas que estudian al ser humano. Esta preocupación le ha impulsado también al diálogo con las ciencias naturales y sociales, y también con la teología. En los últimos años ha dedicado especial atención a las relaciones entre la biología y la antropología, y ha estudiado el tema de la vida y los vivientes en diversos autores. Actualmente dirige en el Instituto Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra el proyecto interdisciplinar “Biología y subjetividad en la filosofía y en la neurociencia contemporáneas”.