Por la Mag. Dolores Dimier de Vicente.
Cabría entender, que se vive actualmente en una sociedad que rinde culto por la imagen en la cual los modelos oscilan entre la belleza y la juventud. En este marco cultural, la imagen de la vejez se encuentra impregnada por una conjunción de factores, fruto de indiferencia e ignorancia, que llevan a su vez, al rechazo de la realidad de esta etapa de la vida, al punto de promover un cuestionamiento acerca del lugar que ocupan en la sociedad misma.
Podríamos pensar que este culto a la juventud, más preparada para recibir que para aportar, ha ido construyendo una imagen estereotipada de la tercera edad en relación a la percepción social de modo injusto, como invalidada física e intelectualmente, los muestra imposibilitados de manejarse con cierta autonomía e independencia, así como de adaptarse a las nuevas tecnologías o medios.
En general, la vejez está vista “como decadencia”, “como falta de vida”, “como imagen que no agrada o no vende”. El cambio estético puede responder a una realidad fenomenológica, aunque también, son muchos los adultos que no aceptan su “adultez” junto con el deterioro propio de la vida, la naturaleza no deja de imponerse. La negación de percibir el paso del tiempo frente a la imagen que reflejan a los demás, suscitaría una cierta desesperación o resignación. Cabe tener en cuenta que si se habla de vejez o de tercera edad, más allá de lo inevitable, se está hablando de uno mismo, ya que posiciona a la persona a reflexionar con profundidad y serenidad, el misterio de la propia finitud, de la propia vejez y la propia muerte. No significa que con el paso de los años no se pueda ser vital, o jovial en los proyectos que desarrolla en su día a día de manera activa, llenos de vida, el adulto mayor sigue enmarcado en su realidad. Reclama la aceptación de la pérdida de lo que “ya no es” que tiene que ver con una cuestión del adulto y del paso de los años. El niño no sólo percibe la imagen del mayor, sino que además, lo necesita.
Si bien la realidad actual pareciera que las generaciones mayores gozan de un mayor grado de independencia, las fuentes estadísticas sobre el uso del tiempo, reflejan una tendencia a cambiar en el modo en que lo administran. Así como las nuevas familias distan del modelo predominante de mitad del siglo XX, prolifera una estructura más estrecha y extendida, co-existiendo temporalmente de tres a cuatro generaciones. Esta predominancia del “eje vertical familiar” se expresa en un mayor compromiso entre los vínculos de las distintas generaciones a favor del mantenimiento de la vida cotidiana, convirtiéndose el abuelo de este modo, en una pieza esencial de las redes familiares por su capacidad de ayuda o asistencia a la familia, ya sea por exigencias laborales o económicas de sus hijos. Anteriormente, eran los descendientes el cobijo de los padres en su vejez, pero en la actualidad esta ayuda se ve reducida o invertida, cuando adquieren un rol activo en la asistencia a la familia de sus hijos. Por otro lado, el aumento de la esperanza de vida, reclama muchas veces que los abuelos sean los cuidadores de sus propios padres incapacitados.
Ante la ayuda a las familias de los hijos, que podría correrse el riesgo de que se desdibuje o confunda el límite de los roles y las funciones específicas de cada miembro. Así como se observa una tendencia creciente a esta demanda, es importante que lo que prime sean los vínculos familiares con su propio matiz, para que los padres se “descentren” de la postura de demanda, y puedan apreciar algo mucho más valioso que es el vínculo intergeneracional. La ayuda cotidiana será una “excelente excusa” para permitir espacios que en el tiempo, fortalecen los lazos de toda la familia. El desafío que enfrenta el abuelo en la sociedad actual exige aprender a saber hacer y vivir con la realidad del momento de la vida, ya que la percepción de los más jóvenes sigue siendo la misma; ello le brindará la serenidad necesaria que alivia frente a esa exigencia cultural que intenta imponerse. Entonces el énfasis de la relación entre el abuelo y el nieto estará en el vínculo.
Si bien depende de lo que entendamos “como beneficio”, lo esencial del vínculo entre ambos lo da la dinámica amorosa y educativa, en la que el nieto es “todo proyecto” y el abuelo es “historia, tradiciones, riqueza de experiencias, patrimonio ético”, dos extremos del mismo puente unidos por el cariño colmado por el adulto. Es una enseñanza constante en el que se aprende a ser hijo, valiéndose del respeto y obediencia; a ser padres, asumiendo la responsabilidad y la autoridad indelegable; y a ser abuelo, en el apoyo emocional, la ternura y la serenidad que dan los años. Así como la infancia y la juventud son etapas vitales en las que el niño o joven se encuentran en plena formación y proyectados al futuro, la vejez la enriquece con su sabiduría de vida, en un crisol de valores y testimonio de tradiciones, en los cuales necesita afirmarse sin dejar de estar abierto al aprendizaje que le puede brindar su nieto en un contexto de cambio, en la que el aumento en la cantidad de abuelos que el nieto puede llegar a conocer desde el inicio de su vida, sigue creciendo al mismo tiempo que el número de años que disponen para compartir juntos.
El mismo abuelo es parte de la vida misma, parte del ciclo vital familiar. No se trata de hacer de la vejez una ajenidad. Por lo tanto, si se refiere a los vínculos de los adultos mayores, se observa como “ser abuelo” implica no exclusivamente la presencia de un nieto, sino también, la relación que éste establece consigo mismo y su propia realidad, como portador de un patrimonio de valores del pasado, y así, como representante de un universo ético ideal de cara al futuro superando todo tipo de egoísmos y aislaciones. Caso contrario, brota la despersonalización.
Por ello, es especialmente relevante y altamente gratificante, la relación entre el abuelo y el nieto. Se logra entre ambos, una clara identificación y connotación de su identidad personal y la presencia en su realidad, en una particular relación de complicidad y confidencialidad, de lazos afectivos especiales, de transmisión de la identidad, historia y memoria familiar, de principios y valores en su función pontífice inter-generacional. A su vez, permite también reparar aquellos aspectos de la identidad del adulto mayor, no integrados o dañados consigo mismo o en su relación con sus hijos, por el alto grado de empatía e identificación con otras generaciones.
El abuelo guarda y atesora un enorme potencial fecundo de valores incalculables para la vida de los demás, que puede transmitir en cada palabra impregnada de calor humano y de esperanza cuando ha sentido que los años vividos han valido la pena. Pueden humanizar la sociedad, y colaborar con los más jóvenes, distinguiendo la gratuidad frente a la competencia, el sosiego frente al apuro cotidiano. Implica poder encontrar nuevas realidades que fortalezcan el vínculo sin intentar responder a prototipos sino como invitados a adquirir una mayor sabiduría. Burlar el paso del tiempo sin olvidar que podemos llegar a ser abuelos, siempre que se goce de la bendición de la vida, entraña no haberse quedado en el camino de la vida; por lo tanto, despreciarlos no sería más que despreciarse a uno mismo y a su propia realidad.
Esta invitación a la realización personal exige de la sabiduría que se entiende como “saborear” y “saber” reconocer de la vida, la experiencia adquirida a lo largo de su trayecto vital. Como las “recetas de la abuela”: esas que nos permitían recibir el olor y la calidez del hogar, que solo se pueden transmitir desde la realidad de las personas y de sus vínculos. Despreciarlo implicaría una pérdida irreparable para la humanidad.
Mag. María Dolores Dimier de Vicente- Doctoranda en Humanidades, directora de la carrera en Orientación Familiar de ICF.
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