unsplash-photo-1419090960390-4969330366abEs claro que mi vida se define por la maternidad. Si analizo mis recuerdos de infancia, veo que cuando cuidaba lagartijas heridas (a veces estaban directamente muertas, pero yo no lo quería admitir), o gatitos extraviados, o niños pequeños, frente a los cuales me sentía adulta, lo que estaba haciendo era un preludio de la maternidad. Lo entendí cuando por primera vez la tuve a mi hija Marina entre mis brazos, sabiendo que todo en ella dependía de mí, de mi leche, mis desvelos, mi atención, mi habilidad. Su salud, su crecimiento, su sonrisa, su felicidad iban a ser el reflejo de lo que yo lograra hacer por ella. Hasta su nombre había dependido de una decisión mía y, claro, de su papá. Antes no había conocido a nadie que no tuviera ya su nombre: era realmente la primera vez que yo nombraba originalmente a alguien, igual que Adán en el paraíso (aunque él nombraba a los animales…). Todo nuevo, todo en su comienzo, pero también todo fruto de una larga espera, que era entonces más misteriosa que hoy, puesto que no era posible ver al bebé antes de su nacimiento. Una larga preparación del cuerpo y del corazón, con alegrías, incertidumbres y también muchos miedos. Un largo tiempo para imaginar,  para soñar, para sentirme ligada a todas las demás mujeres que habían sido madres, que iban a ser madres, que podían ser madres. Una nueva alianza con mi madre, aunque estaba tan lejos que no podía mostrarle nada de la extraordinaria transformación de mi persona, en la que otra persona se estaba abriendo un lugar, en muchos sentidos.

La condición de embarazada, por lo menos en Latinoamérica, es un imán infalible de interés y muestras de cariño por parte de los demás: miradas complacidas, actitudes solidarias, ocasión de charla con desconocidos -más bien desconocidas, ansiosas de compartir su propia experiencia de maternidad-; consejos  útiles, pedidos y no pedidos; mitos, advertencias, inexactitudes anti científicas, bastante irritantes, por lo menos para mí, pero siempre el mensaje que me llegaba era del gran valor social de la condición de madre. Hoy, frente a la maternidad incipiente de las mujeres jóvenes, esos acercamientos confiados y las preguntas interesadas me resultan inevitables también a mí. Como todavía me acuerdo de la incomodidad frente a los consejos no pedidos, me freno y no aconsejo… Lo que más me asombró de los primeros tiempos de madre es que alguien dependiera de mí: ¿quién era yo para poder hacerme cargo nada menos que de un ser humano de verdad? Me sentía además responsable de grabar en mi hija, y también en los otros hijos  que vinieron, unos primeros buenos recuerdos, unos recuerdos iniciales que presentaran la vida como algo que valía la pena ser vivido. Yo era seguramente quien les iba a mostrar la cara de la realidad, y quería que esa cara fuera lo mejor posible, para que cada uno de ellos se aferrara a la vida con fuerza: ¨Si la vida es buena, van a tener ganas de vivir¨ pensaba. Es la madre la que les presenta a Hermano Sol y Hermana Luna; con ella los hijos siguen el camino paciente de las hormigas, cada una con su  carga, del rosal al hormiguero; con ella se espía la extraordinaria transformación de las orugas en mariposas: realmente la madre es la primera maestra, la que les presenta el mundo en esas primeras experiencias fundacionales.  Por eso la maternidad significa una gran responsabilidad, junto con un gran desgaste físico, y mucho tiempo, todo el tiempo posible dedicado al crecimiento de los niños; pero también hay largos momentos de asombro, de verdadera contemplación. Cuando mis niños finalmente se dormían (creo que es el mayor milagro verlos tranquilamente dormidos), entonces los miraba largamente: su expresión, sus rasgos que me resultaban familiares, aun en su originalidad, sus sueños que se adivinaban por los movimientos casi imperceptibles de sus ojos. ¨Piensan, recuerdan, sufren, gozan: son verdaderas pequeñas personas, que antes no estaban!¨ Esto me resultaba increíble: me sentía un eslabón necesario en una larga e ininterrumpida cadena de vida , que había llegado hasta a ellos.

Como soy espontáneamente religiosa, esta experiencia de la maternidad me hizo entender de una manera potente por qué razón las mujeres estamos más inclinadas a creer que hay un Dios. Es que sentimos el milagro pasar por nosotras.  Es muy evidente la presencia de Alguien superior en ese trabajo oculto de la formación del bebé. Me acuerdo la sensación de asombro cuando veía por primera vez esas manitos tan perfectas, y los pies, las cejas, las vueltas delicadas de las orejitas. Estaba completamente segura de que, si todo hubiera dependido de mí, se me habrían escapado unos cuantos detalles. Pero no, el bebé estaba ahí, perfecto, hecho por Otro a través de mí. Extraordinario, no cabe otra palabra. ¡Ser madre! Yo era una madre. Ahora no puedo pensar mi vida sin esa dimensión fundamental, no puedo imaginarme ser otra cosa que esto. Toda mi infancia – sentía- había sido claramente una preparación. Ahora vivo otra dimensión de la maternidad, cuando los hijos se independizan y se transforman en padres y madres ellos también: ¡qué necesario les resulta poder apoyarse en la mamá, frente a las dudas, las enfermedades, las dificultades! Ser madre de hijos grandes consiste en estar ahí, seguir mostrándoles los aspectos positivos de la vida, dándoles ánimo para seguir adelante, mostrándoles su capacidad, reconociéndoles su adultez y su autonomía. En cierto sentido, cubriéndoles las espaldas: una función menos visible, pero igualmente maternal.

Con la edad, que seguramente no retrocede, la maternidad encuentra otras facetas, además de la muy gratificante del cuidado de los nietos, en los que se revive la propia desde una dimensión más confiada y más tierna. Se trata del cuidado de los padres ancianos, ya más débiles, más dependientes y más necesitados de cariño y servicios. Con ellos no se trata de presentarles el mundo, sino de ser testigos atentos de su mundo que ya se fue, y que intentan revivir una y otra vez en sus relatos. Sólo cabe la escucha. Es una verdadera preparación a la aceptación de nuestra fundamental debilidad. Verla en ellos, que nos han dado la vida, nos han cuidado, nos han enseñado todo, ¡que lo sabían todo!, verlos débiles nos revela que la fortaleza del ser humano no está en su cuerpo, que la finalidad de la vida humana no está en este mundo, y que Dios nos da nuevas oportunidades para enriquecernos sólo con lo que estamos dispuestos a entregar. Como madre, siento que recibí el mejor entrenamiento para hacerme cargo también de la vejez, y no me quejo. Sé que esta parte de la vida, que por ahora veo en mis padres, también es un camino de ascenso a otra dimensión, donde Aquel que nos amó primero nos espera.

Dra. Paola Delbosco
Profesora e investigadora de la Universidad Austral