13 de abril de 2018
La mirada de Gerardo Sanchis Muñoz, profesor de la Escuela de Política, Gobierno y Relaciones Internacionales, para La Nación.
Una reforma para que nada cambie
Los malos jueces son minoría, pero alcanzan para que la Argentina sea conocida por la impunidad que gozan sus poderosos. También lesionan la seguridad comercial, patrimonial, ambiental, tributaria, previsional, etc. En la Justicia Laboral fingen sensibilidad social, pero en rigor destruyen empleo. Logran la percepción de «puerta giratoria» que beneficia a los delincuentes, que en realidad sufren la falta de un sistema especializado que se focalice en la rehabilitación y limite las reincidencias.
Los malos jueces están en el origen de la inseguridad física y jurídica que demora nuestro despegue económico-social. Mientras tanto, disfrutan de privilegios, exenciones impositivas y remuneraciones suculentas y malgastan recursos en burocracia e ineficiencias. No sorprende que la Justicia tenga una imagen tan negativa.
La Corte Suprema propuso encarar reformas relacionadas con la falta de recursos, la digitalización y otras cuestiones procesales u organizativas. Sin duda que muchos procedimientos son mejorables, pero el problema de la Justicia argentina es otro y brilla por su ausencia en la agenda.
Un principio básico que subyace a las normas fundacionales de una república es la igualdad de oportunidades. El sistema de mérito materializa esto en la igualdad de acceso a la función pública. El ingreso por mérito propio genera funcionarios sin «padrinos», promotores imparciales de la legalidad, porque están allí gracias a ella. Además, las escuelas funcionariales fomentan la idoneidad del artículo 16 de la Constitución, en sentido amplio -integridad, compromiso y competencia-, fortaleciendo la autonomía de criterio. En ningún estamento es esto más trascendente que en el Poder Judicial : sin jueces idóneos, autónomos e imparciales, no hay justicia. En contraste, nuestro Poder Judicial exhibe nepotismo, elitismo y politización. El concurso es solo una herramienta, y peligrosa si se usa aislada. El Consejo de la Magistratura se malogró.
La Corte usufructúa este régimen, dado que influye de manera discrecional en muchos nombramientos, excediendo, al decir del jurista Alejandro Fargosi, sus atribuciones legales. El sistema no se limita a beneficiar a parientes o amigos. Su objetivo real es acumular poder creando una red de lealtades personales que mutan en complicidades cuando se debe garantizar impunidad.
¿Puede la Corte aspirar de buena fe a una Justicia autónoma e imparcial cuando la construye desde sus raíces con padrinazgo e intercambio de favores políticos y materiales? Promover «islas» de mérito por concurso es hipócrita: las manzanas podridas pudren al resto, no al revés. Así, la corrupción fluye y se expande. Si mientras tanto la mayoría de buenos jueces se encierra en la burbuja de sus juzgados, prevalecerán los otros.
Se suele decir que en nuestro país el acomodo es inevitable. Esto es falso. En la Cancillería solo se ingresa por concurso anónimo, tras superar ocho coloquios y otros requisitos. Sigue una rigurosa formación profesional con orden de mérito y luego evaluaciones de desempeño; aunque a veces la política se entromete, la imparcialidad de los ascensos es controlada por juntas calificadoras. Ahora, ¿es más importante para el país un diplomático que un juez de la Nación?
Los ojos vendados de la Justicia debieran simbolizar su imparcialidad. Hoy nos recuerdan la ceguera del alto tribunal, negado a reconocer que su mejor contribución sería velar por la vigencia estricta y generalizada del mérito, la integridad y el compromiso público, en lugar de distraernos con reformas cosméticas y soluciones parciales.
Profesor en Políticas Públicas de la Escuela de Gobierno, Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Austral