Por Ángeles Cairoli*

Muchos dicen que el intercambio no se puede contar, si no que hay que vivirlo personalmente. Hoy me animo a decir que eso es cierto.

A principios de febrero, hice mi valija con mucha dedicación, poniendo todo lo que creía que iba a necesitar en mis seis meses en Milán. Al llegar y mudarme a un departamento compartido con cinco italianos y empezar la facultad con alumnos de todos países distintos, me di cuenta que no necesitaba nada de lo que había traído en la valija. Solo alcanzaba con la buena onda y el interés por la persona que tenía al lado. Rápidamente noté que todos mis compañeros estaban en una situación parecida a la mía. Lejos de sus casas, hablando un idioma que no están acostumbrados, y la mayoría, solos. Fue increíble de a poco ir compartiendo mi vida con personas tan ajenas a ella. Personas que quizá no tienen bien en claro dónde queda la Argentina en el mapa, personas que quizá no saben ni una palabra en castellano, pero que de todas maneras quieren saber de mi cultura, mis hábitos, mi comida, la política de mi país, y más.

En el momento que nos presentamos por primera vez, de alguna manera nos reencontramos con nosotros mismos. Nos planteamos nuestros gustos y preferencias, nuestras convicciones, proyectos y valores. Un increíble ejercicio para todos, y especialmente a esta edad.

Al principio creí que me iba a costar encontrar puntos en común con personas de culturas tan distintas a la mía. Por suerte, estaba equivocada. No importaron mucho nuestros orígenes a la hora de hablar de nuestros gustos, de nuestras carreras, de lo que pensamos y nos preocupa del mundo en que vivimos. Como jóvenes, compartimos la incertidumbre del futuro, las ganas de superarnos, la disconformidad con las injusticias que nos rodean. Escuchar y hablar con gente que creció en lugares, familias y colegios distintos al mío me hizo ver más allá de mi realidad.

Estar sola me ayudó a confiar y a apostar en mí misma. A la vez, encontré tiempo para hacer aquellas cosas a las que, en mi rutina diaria, no les daba el suficiente espacio. Leer un nuevo libro, o quizá repetido si me gustó mucho, sentarme en un café a escribir las ideas que se me fueron cruzando por la cabeza, caminar sin rumbo escuchando Los Beatles. Pequeñas cosas que incluso pueden pasar inadvertidas a lo largo del día. Son esos momentos, esos minutos, los que dedico únicamente a mí, a conectarme con lo que me rodea y con lo que siento.

Venir solo a vivir a un país lejos del propio otorga una soledad profunda e enriquecedora. Una soledad que te abraza y te permite contemplar. Caminar a la facultad todas las mañanas, estos tres meses, me permitió captar cómo, de a poquito, la primavera interrumpía al invierno y dejaba que se cuelen sus primeros capullos. Noté cómo el hombre sentando en la esquina de mi facultad iba acumulando los cuadritos de colores que pintaba en la vereda. Pequeños gestos, escenarios de la vida, que muchas veces no llegamos a admirar por la velocidad y ridícula ansiedad de nuestra vida cotidiana.

Hoy estoy viviendo en Milán, estudiando en inglés, yendo a clases de italiano, y escapándome en viajes fugaces, cuando puedo. Eso es lo que se puede ver y decir concretamente. Pero hoy, no solo soy eso. Hoy estoy viviendo un viaje interno. Me estoy cuestionando mis actitudes, me detengo a admirar el comportamiento de la gente y de la naturaleza, me animo a decir o hacer algo que quizá antes no hubiese hecho, y me dejo sorprender por Milán, día a día.

 

*Alumna de tercer año de la FC. Desde febrero, está de intercambio, cursando un semestre en la Universidad Católica del Sagrado Corazón de Milán.