02 de July de 2018
Todo el discurso justificador del periodismo esconde una pulsión más básica: la curiosidad de una persona de ver, escuchar, aprehender, observar, en fin, de hacer legible la realidad que lo rodea. Después se puede decir, y es verdad, que también es por la democracia, por la comunidad, por los que no tienen voz, pero en primera instancia es por el placer de hacer periodismo.
Por eso, como dice Edwy Plenel, fundador del gran medio francés Mediapart, “toda visión cínica, pragmática y oportunista del periodismo traiciona el oficio en sí”.
Pero esta pasión tiene énfasis diferentes de acuerdo al momento histórico. El cambio de gobierno del 2015 fue un cambio de régimen en algunas áreas, en especial en el periodismo, cuando salimos de un corset político asfixiante.
Ahora hay que cerrar el tiempo del desprecio, evitar el periodismo de combate y retirar a sus caudillos.
En el siglo XIX, Juan Bautista Alberdi rechazaba esa prensa que “cree que un adjetivo es un argumento y que un ultraje es una razón, que la fuerza del escritor está en el poder del dicterio y cuando más grita más persuade”.
Estamos en un momento alberdiano donde se busca una prensa que ensanche horizontes para sacarnos del laberinto de nuestra historia reciente, donde todos los caminos son tan conocidos como rechazados.
Por eso, es necesario iluminar este momento histórico. Hace cien años se decía en Buenos Aires que una ciudad sin periodismo era como un niño en una pieza oscura.
Si se puede sugerir, el énfasis que se necesita hoy es el de hacer a la sociedad más legible, para entender la polarización social remanente. Indagar y bucear en las ideas profundas de las personas, escuchando para llegar a esas creencias sociales. Por eso, para el periodismo el principal problema no son las noticias falsas sino las ideas falsas, que se enraizan en la vida social y bloquean el progreso comunitario.
La encrucijada nacional actual desafía no a un gobierno sino a una clase dirigente, de la que forma parte también el periodismo. Los gobiernos lideran la salida de las crisis, pero son las clases dirigentes las que nos sacan de ellas.
Un problema es el periodista populista, que es un político con micrófono, que explica todo, no aprende nada, y todo lo dice con gran carga moral, repleto de lugares comunes. Pero tiene sus virtudes: es un gran comunicador, percibe las preferencias sociales, y tiene especial fineza para adivinar los tiempos políticos. Es entonces un gran político, un gran comunicador, pero un mal periodista.
El periodismo realmente existente no puede ser un vendaval de opiniones, como si eso fuera una señal de libertad de conciencia. En un contexto autoritario podría serlo, pero ahora la libertad es una oportunidad para mejorar tu opinión no para decir lo primero que se te ocurre aprovechando el micrófono. La opinión de un periodista no es completamente libre, depende de la información que tenga para fundar lo que dice.
Frente a esta evidente mala praxis, la profesión necesita refundar su autoridad social y para ello tiene que tocar ese núcleo de creencias profundas de las personas, en todos los estratos sociales.
El periodismo suele hablar desde y para la clase media, y en una sociedad latinoamericana eso es hacer sólo la mitad del trabajo, pues no podemos contar bien sin abarcar la totalidad social. Y, como decía Albert Camus, “contar mal las cosas es incrementar las desgracias del mundo”.