Por Federica Bordaberry. FC, 3er año.

Una vez, una profesora me dijo que a Uruguay le cabía mucho mejor el realismo mágico, que a cualquier otro país. Siempre pensé que había tenido que ver con patriotismos y con nacionalismos literarios, pero cuando llegué a Buenos Aires, un día gris de llovizna amistosa, entendí de qué se trataba.

La chica que pasaba caminando con un café en la mano, lo tomaba negro, como yo. Más adelante, venía mirando hacia abajo un hombre con viejos discos de rock en la mano, como los que me gustan a mí. La señora sentada en la mesa escondía un libro de Onetti, al igual que mi campera. En mi primer día en Buenos Aires, me encontraba fragmentada en numerosas personas, dentro de un universo llamado Austral. No quería ni saber la cantidad de veces que me vería, a partir de entonces, en toda la ciudad.

Perdida, nerviosa, pero siempre con la frente en alto, encontré la clase gracias a un guardia sonriente. Intuitivamente, los brazos se me cruzaron al ingresar. Era una inseguridad traducida en gestos culturales. La profesora detuvo la clase, me pidió que me descruzara porque no le gustaba mi actitud. Son cosas que pasan, pero era cultural, juro que era cultural.

Y quizá, esa señora que me dio cinco segundos de nervios tuviera razón. Mis brazos entramados, la voz baja y la identidad bien marcada eran todavía muy de Montevideo (o del pueblo de Santiago Nazar, según mi vieja profesora). Acá, las cosas iban a ser diferentes.

Caminando por la ciudad, luego de cursar unas horas de clase del primer día, puse en mi cabeza encontrar cuál era el factor que diferenciaba a mi mundo de éste, entender qué pasaba en esos kilómetros de agua que llamamos Río de la Plata.

Avenida 9 de Julio. Tres amigas despidiéndose, como si la llovizna fuera pegamento y se inundaran de ternura. Dos hombres de uniforme azul hablando de política, discutiendo e invitando a un tercero a que funcionara de mediador. Un señor de traje, sentado en los escalones de la entrada de un edificio, fumando un cigarrillo, solo, pero feliz.

Bocinas y murmullos que crecían y decrecían, dependiendo del lugar de la avenida en la que se parara uno. Todo ocurría muy rápido, pero algunas cosas paseaban lento, era cuestión de saber mirar. Esbocé una sonrisa, como dice mi madre, y entendí qué era: era libertad. En esta ciudad eran todos mucho más libres, o por lo menos, estaban acostumbrados a serlo. Sin duda, era cultural.

Al día siguiente, volví al campus de la universidad. Caminé entre la helada del pasto, a la que allá estamos tan acostumbrados. Ya cerca de la puerta principal, había una lechuza. Me miraba (y me miraría las próximas semanas), y creo que sonreía con cara de aprobación.

Y quizá sea cierto, que cuando uno no anda de brazos cruzados, aprende a observar más, y aprende y aprehende. La ciudad y las personas que tuve la suerte de encontrar se fueron volviendo mapa, como hacían los exploradores de National Geographic Society, buscando nuevas tierras. Irónico, pero eso lo aprendí en mi primera clase, cuando todavía era muy cultural.