29 de May de 2019
“Es imposible ser pacifista si no se sabe perdonar” esta fue una de las últimas frases que nos regaló Miriam, sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, a todos los alumnos de la clase de historia que dicta el profesor Fernando Ruiz, dejándonos con ganas de abrazarla y tratando de entender cómo, en un cuerpo tan pequeño, puede caber un corazón tan grande.
Miriam llegó a la clase sin que ningún alumno supiera de su visita. La mayoría tenía los cuadernos o las computadoras en el banco para empezar a tomar nota, para luego agregar esos apuntes a nuestros archivos de clase. Hicieron falta 20 segundos para que los cuadernos se cerraran y las computadoras se apagaran. Entendimos que lo que íbamos a escuchar no era un resumen de un momento histórico o contenidos de un libro periodístico. Lo que estábamos por escuchar era la historia en sí misma, contada en primera persona.
Comprendimos que todo lo que ella iba a decir sería importante y que lo esencial era mirarla a los ojos mientras ella abría ese librito de historia que guarda en su memoria y que tantos sentimientos le trae al presente. Lo importante no era tomar nota, lo importante era escuchar con empatía, con respecto y con admiración. Lo único que nos estaba pidiendo era que aprendiéramos de lo que tenía para decirnos.
Su historia comenzó como hija de padres polacos en Bélgica. Nos contó cómo dos jóvenes de España, heridos por la guerra, la recibieron a ella y a su familia en una colonia en los suburbios de Francia con enorme amor. Nos habló del egoísmo de “una brujita” que tenía de compañera y de que “el hambre no es simplemente tener apetito, es un dolor, como una puntada bajo el pecho. Es un dolor que duele mucho”.
En un ida y vuelta de preguntas, Miriam nos habló de la importancia del perdón y de que hasta en esa situación ella tuvo empatía con un soldado alemán en la fila de una panadería de campo: “Cuando los tenía cerca me temblaban las piernas, aunque me los cruzara en la calle como a cualquier otro. Una vez, uno de los soldados presentó su tarjeta de identificación y con ella mostró la foto de un bebe; ‘este es mi hijo, todavía no lo conocí’ dijo el soldado. Ahí entendí que los judíos no éramos las únicas víctimas de la guerra, ellos eran personas como nosotros con familias y con sentimientos pero que estaban bajo bandera”.
Sin perder su dulzura, Miriam afirmó que “las personas tenemos más fuerza de la que creemos, guardada como reserva y a veces podemos seguir luchando sin siquiera entender por qué”.
Luego de volver a resaltar que su mayor miedo es que el ser humano vuelva a causar ese dolor injusto entre hermanos y que necesitamos aprender de nuestra propia historia, Miriam remarcó que “la religión es una idea totalmente personal y se debe respetar, aunque no se comparta, porque nadie merece sufrir ser diferente”. Su testimonio terminó con aplausos, con llantos, con abrazos y con una admiración y agradecimiento hacia ella imposible de explicar.
Cuando terminó de hablar, nosotros lo confirmamos: lo importante no era tomar nota, sino escucharla y aprender de cada palabra. Maravillosamente, teníamos la historia frente a nuestras narices y la Segunda Guerra Mundial no se nos estaba siendo contada “país contra país”. Esta vez era ella, Miriam, quien con su corazón sobre la mesa nos pedía a gritos silenciosos no repetir los hechos, saber perdonar y aprender del dolor pasado para enseñar y predicar el amor, el respeto, la solidaridad y como conjunto de estos tres; la paz.