08 de August de 2018
Las repúblicas de Brasil y de Argentina, en sus dos siglos de vida, siempre tienen puntos de encuentro. Uno es la relación entre el Estado y los empresarios contratistas, como expresión visible y concentrada de una débil cultura de la legalidad que existe en todas las capas sociales.
Hoy gobierna la Argentina el hijo de uno de los símbolos de esa histórica patria contratista. Está disponible en YouTube una edición de 1989 de Tiempo nuevo, el programa político más influyente de la historia de la televisión argentina, donde padre e hijo son entrevistados como parte de esa patria contratista.
En Brasil, Marcelo Odebrecht eligió expandir el imperio contratista de su padre y su abuelo con los procedimientos del antiguo régimen; y muchos de los nuevos políticos de ese país parecen haberse adaptado sin drama a esas viejas reglas.
La argumentación de la patria contratista para robar dinero público es que sólo así se logran los contratos, que así se financia la política y que todos lo hacen. En Brasil, como consecuencia de que se hartaron de esa impunidad algunos miembros del Poder Judicial, con el apoyo de la prensa, están en la cárcel decenas de los políticos y de los empresarios más importantes del país.
Mauricio Macri y Marcelo Odebrecht tienen un origen común, pero vidas singulares. Hoy Marcelo, ese hijo y nieto de la patria contratista brasileña, está en prisión domiciliaria.
El más importante heredero de la patria contratista argentina tomó en su vida una decisión personal diferente de la de Marcelo. Sabe seguramente los secretos de cómo funcionan esas viejas reglas, y es probable que gran parte de sus amigos y conocidos siga formando parte de esa realidad, pero Mauricio hizo un partido y ganó. No fue un heredero, sino un fundador.
En este momento de turbulencias económicas, es bueno recordar que lo acompañan los convencidos de que se puede construir reglas nuevas, pero también los que tienen una mirada más cínica y están cómodos con los códigos tradicionales.
Son fuerzas políticas victoriosas por sus cuadros idealistas y derrotadas por sus cuadros cínicos. Por eso, la gestión de esa cohabitación es una de las claves de su gobernabilidad.
Pero esto no es sólo una milonga entre magnates, sino que, de alguna forma, todos somos Marcelo y Mauricio. Porque vivimos en una legalidad débil, que algo mejoró, pero que afecta nuestro desarrollo como comunidad.
La serie brasileña El mecanismo, que describe el Lava Jato, exhibe el contrapunto entre el policía que investiga con esfuerzo extraordinario la corrupción en la cúpula del país mientras le piden una coima para reparar un caño en la puerta de su casa.
Quizá la principal voz en América latina sobre este cambio político, que es cultural, es el profesor colombiano Antanas Mockus, exalcalde de Bogotá y casi presidente. Desde las aulas, analizaba la baja cultura de la legalidad como una triple impunidad: el Estado deja pasar, la sociedad deja pasar y, como broche, nuestra conciencia individual también.
Por supuesto, es común que un protagonista del antiguo régimen se postule para construir el nuevo régimen. Esto no es muy distinto del general rosista Justo José de Urquiza cuando venció a Juan Manuel de Rosas e inició la construcción de la democracia argentina.
Podemos pasarnos la vida criticando a Mauricio Macri por su participación en el antiguo código. O alentarlo para que aporte a la construcción del nuevo.
No era otra cosa la discusión entre Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi frente a Urquiza. El sanjuanino no le creía a Urquiza su nueva vocación republicana, mientras que el tucumano confiaba en el entrerriano como el instrumento posible para superar la dictadura rosista. Alberdi tuvo razón, pero Sarmiento también la pudo haber tenido. La política “es un juego inseguro y a veces insolente”, dice Stefan Zweig en su arquetípica biografía de Fouché.
El laberinto de la política es perfecto, porque tiene todas las variantes posibles: el conservador autoritario Otto von Bismarck fue el introductor del voto universal en lo que iba a ser la futura Alemania; varios de los grandes líderes de la descolonización africana terminaron siendo crueles dictadores; jóvenes heroicos que se enfrentaron al nazismo construyeron oscuras dictaduras comunistas; un ascendente cuadro del Partido Comunista terminó con la Unión Soviética; otros jóvenes audaces que contribuyeron a la caída del Muro en los países del este europeo son hoy líderes autoritarios, y hasta Robert Kennedy fue un colaborador del macartismo antes de convertirse en ícono de los derechos civiles.
Pero es muy vulnerable un gobierno que intenta cambiar una sociedad de antiguo régimen, porque su entraña rebalsa de ese pasado. Y los casos salpican y duelen más que a un gobierno que basa su legitimidad en otro mito. Es posible que el Partido de los Trabajadores (PT) sea menos corrupto que los partidos tradicionales. Pero sus casos le pegan al PT más en el corazón que al resto.
La corrupción no deslegitima a todos, sino a quienes hicieron de su honestidad una bandera. El destacado sociólogo brasileño Jessé Souza, autor de La elite del fracaso. De la esclavitud al Lava Jato, el libro que llevó Lula para leer en la cárcel, protesta diciendo que la cobertura del Lava Jato está viciada con la falacia de que normaliza la excepción.
La experiencia de Fernando de la Rúa fue esa. Su bandereo con la honestidad frente al menemismo hizo que el caso de los sobornos en el Senado le pegara en el corazón. Como detalle ilustrativo, según el conteo de La Voz, De la Rúa fue el presidente que más usó la palabra “corrupción” en su discurso inaugural.
Acá la distinción entre periodismo de investigación y de denuncia es clave. Como en nuestros países la ilegalidad puede encontrarse casi en cualquier lado, el denuncismo puede ser un arma del antiguo régimen. En cambio, el periodismo de investigación es una institución clave del nuevo porque describe el esquema y la película de la corrupción, no la foto; y muestra el contexto.
El denuncismo puede bloquear la construcción de una mayor cultura de la legalidad. Si los periodistas difunden denuncias sin verificar o sin contexto, repetirán el error de sus colegas que difundían las acusaciones del senador Joe McCarthy. Aceptarán ser marionetas de otros actores, y cómplices de la contaminación de la sociedad con verdades a medias o mentiras completas.
De todas formas, en Argentina el combate al robo no pasó la prueba del realismo: montamos un “decorado anticorrupción” donde tenemos leyes y normas, pero no el presupuesto para hacerlas cumplir, como dice Delia Ferreira Rubio, presidenta de Transparencia Internacional. Para muchos, es ingenuo intentar aumentar nuestra honestidad pública. Es entonces difícil que una sociedad cambie cuando no quiere hacerlo.
Por ahora nos queda la claridad del artículo 36 de la Constitución Nacional, que define la corrupción como un atentado “contra el sistema democrático”. Pero es importante reconocer los avances institucionales.
El politólogo Steven Levitsky, en su reciente libro Cómo mueren las democracias, alerta sobre el gobierno de Donald Trump, en el que las instituciones podrían convertirse en armas partidarias contra la oposición.
Desde la calidad institucional, la gestión de los Kirchner fue nuestra era Trump. Por eso, el actual gobierno es de transición, y esto implica tener expectativas mínimas y moderar bríos refundacionales.
Hoy la mejoría republicana es un pobre triunfo pasajero cuyo valor se olvida si no son vigorosos los indicadores económicos de corto plazo. El país no logra felicitarse por los éxitos institucionales si no hay también mejora económica.
La lucha contra la corrupción es desde arriba, porque no es exigible una honestidad ausente en los que más tienen. El nuevo presidente mejicano, Andrés Manuel López Obrador, escribió que “los comportamientos corruptos, aparentemente estructurales, se van a eliminar con relativa facilidad porque, entre otras cosas, el presidente no será parte de esos arreglos”.
Como decía James Madison, uno de los padres fundadores de la democracia estadounidense, sin virtud en las personas no hay instituciones que puedan ayudarnos.
La bifurcación de las vidas singulares de los herederos fue dramática en 2015: Marcelo entró a la cárcel y Mauricio a la Casa Rosada. Son caminos opuestos en el patinoso laberinto que es la política, la que nunca dejará de sorprendernos.