Los docentes hemos visto en las nuevas tecnologías una enorme oportunidad de abrir el aula en muchos sentidos: en diversidad de contenidos, en la mejora de las habilidades y capacidades o en la adquisición de otras nuevas, en inclusión de mundos distantes, por mencionar algunos de ellos. Hasta los habituales trabajos y ejercicios realizados en la carrera de Comunicación en donde trabajo ya habían dejado el papel en 2008 para pasar a la casi infinita dimensión digital, en blogs y plataformas, y pasaron de un lectorado mínimo (lectores cercanos a su autor) a un lectorado invisible y numeroso. Así, trabajos que requerían mucho tiempo y gran dedicación en trabajo de calle, búsqueda de fuentes, verificación y organización de la información, redacción, dejaron de tener por destino solo la mesa del docente lector/evaluador y se integraron, como producciones genuinas en condiciones de estudiantes trabajando como profesionales, en la conversación social.

Las nuevas tecnologías también nos desafiaron: programas, aplicaciones, recursos, contenidos multimediales. Quienes trabajamos desde el lugar de la escritura debimos entender mejor, formarnos y orientar en otros contenidos: audiovisuales, icónicos, sonoros, de interactividad y participación. También aprendimos de alumnos y alumnas, que llegan al aula con competencias del mundo vital, o adquiridas por interés, fuera de los espacios formales de enseñanza y aprendizaje.

Así, poco a poco la escritura fue integrando nuevos contenidos, y éstos fueron también permeados por la escritura en guiones para contenidos sonoros y audiovisuales, y versiones de textos para la dimensión no verbal, para el mundo de la experiencia o ejercicios performáticos en la clase, entre otros usos de la escritura que no llegan a una instancia de publicación formal.

La suspensión de clases presenciales en 2020 nos llevó a una nueva frontera. Fuera del aula, pero dentro de nuestras casas. Recuerdo la primera sesión: todas las cámaras encendidas, rostros de sorpresa, interés, sonrientes. Entendíamos que era por un tiempo, pero hubo sucesivas postergaciones durante 2020, y este año comenzamos igual, con sesiones a distancia.

En estos meses, debimos incorporar contenidos propios elaborados con orientación técnica o a pura intuición: pódcasts, vídeos, presentaciones animadas, evaluaciones no tradicionales. La clase se ajustó a las dimensiones de una pantalla, tabicados en rectángulos de zoom, con placas negras para quienes no tienen suficiente ancho de banda, o que se levantan con el tiempo justo para entrar a clase, o que prefieren no mostrar el mundo de su intimidad: el cuarto, o la cocina en donde se encuentran con la familia.

En Zoom, la primera placa muestra a los más activos; no es posible hacer una “barrida” visual para integrar a todos. Lo más frecuente es que si la conexión es inestable debamos restringir el uso de cámara, o repetir los contenidos si nuestra voz llega entrecortada. No tenemos feedback suficiente y necesario: ¿a quién hablamos? ¿qué reacción produce lo que decimos? ¿cómo podemos detectar lo necesario para dar retroalimentación suficiente? El alumnado también necesita feedback: cuando ponen por chat que llegaron tarde, o piden un dato, comentan lo que escucharon, o levantan la mano con el emoji, necesitan de docentes alertas. Es más difícil disentir o compartir sus conocimientos.
Ellos y nosotros hemos debido desarrollar de urgencia renovados análisis semióticos de pantallas. A falta de la presencia del contacto, interpretar gestos, íconos, preguntas o intervenciones breves vía chat. Nuestro cuerpo, sustraído de la interacción, solo deja la huella de una imagen: pantalla negra, una foto o un dibujo; las variedades de los nombres, cuando la computadora es usada en familia y queda el dato de otro en la identificación, por dar dos ejemplos muy elementales.

Las salidas a la calle para reportear debieron reemplazarse con más pantallas: llamadas de whatsapp, otras sesiones de zoom o meet, correos electrónicos. El valor de los cinco sentidos para las coberturas quedó restringido: vista y oído, solamente. El valor de cubrir hechos en caliente, también. Por prudencia, para cuidarnos y cuidarlos, los trabajos prácticos tuvieron que reconvertirse. El trabajo de equipos y la supervisión supone destreza en plataformas simultáneas, que quita la posibilidad de ese diálogo en grupo chico, y ese momento de puesta en común, sobre la marcha, para ajustar expectativas o dar orientaciones a todo el curso.

Estamos cerrando el tercer cuatrimestre con esta modalidad y es posible advertir el impacto de este tiempo en línea: alumnos fatigados, con ganas de aprender, con ganas de verse y trabajar en grupo, que saben que ésta es tal vez la última etapa de su educación formal y quieren sacarle el mayor provecho. Docentes también cansados, que buscan llegar, compartir, exigir sin desalentar.

Pienso que deberemos integrar esta experiencia en un contexto no pandémico. Mantener lo mejor de ella, ampliando el campo de lo posible. Sin embargo, necesitamos volver al aula: por ellos y por nosotros. Con vacunas, con cuidados. No será lo mismo. Quienes vivimos de la docencia y amamos el aula estamos fuera de nuestro ambiente. Enseñar y aprender en nuestro hábitat es vital para todos.

 

Por Marita Grillo, profesora de la Facultad de Comunicación.

Fuente: El Hilo.