19 de September de 2017
Por Mateo Pettinato, alumno de cuarto año de la FC. campeón de esgrima argentino, sudamericano y panamericano, mateo viajó a Taiwán, con el apoyo de la Universidad, para participar en los Juegos Mundiales Universitarios, junto a la delegación argentina.
No puedo escuchar ni la música, ni los aplausos, ni los gritos. Solo miro y solo siento. En el reflejo de mis ojos en la noche, una llama olímpica arde y no puedo sacarle la vista de encima. Mi piel se eriza y le dice a todo mi cuerpo que estoy emocionado. Una bandera argentina flamea en mi espalda.
«No hay mejor lugar para que descansen estos colores», pienso y mi corazón late cada vez más fuerte.
Menos mal que nadie me mira a los ojos. Siempre me molestó que la gente supiera mis secretos. No quiero que me vean vulnerable y mucho menos sensible. Si alguno de los presentes mirara mis ojos se daría cuenta fácilmente de que en realidad no estoy viendo la llama y eso me da miedo.
En medio de todos esos naranjas, amarillos y dorados que iluminan el cielo, yo solo veo un nene que salta de alegría al recibir los anteojos violetas y el micrófono que le pidió a Papá Noel. Quiere ser cantante. La llama se mueve y me muestra que años más tarde ese nene tendrá su banda y que escribirá canciones de amor con varias dedicatorias.
Los colores del fuego vuelven a cambiar y aparece otro nene. Me aseguro de que nadie me esté mirando. Este nene tiene una pelota de fútbol en los pies. Quiere ser jugador. Sueña con tener su equipo, con hacer goles y con jugar en la posición de su ídolo. Todavía duda si es hincha de Independiente o si es de Boca, pero eso ya lo resolverá. La llama me muestra que en poco tiempo el nene se ganará un lugar en su equipo y será el capitán. Todas las pelotas pasarán por él y será feliz.
La bandera sigue flameando. El juego de las luces blancas del estadio sobre el celeste es maravilloso, es atrapante, es todo lo que tiene que ser. El fuego ruge y ahora veo un nene que empuña una caña de azúcar, se pone en guardia y práctica sus paradas. El nene sueña con representar a su país, con escuchar el himno, su himno, y quiere gritar, quiere aprender, quiere crecer.
Cierro los ojos y viajo en el tiempo. Veo al nene entrando a su primer sala de esgrima. Al lado suyo, su abuelo, siempre.
Arranca la aventura. La caña de azúcar es ahora un florete. El piso es una pedana de esgrima, pero el amor, la pasión, y los sueños son los mismos. Por ahora el nene no sabe lo que le espera. Es inocente. Simplemente camina, abre puertas, se tropieza y sigue caminando.
Entrena, traspira y sigue entrenando. Aparece un pasaporte repleto de sellos que confirman experiencias, aprendizajes, amistades y amores. El nene busca desafíos, los supera y busca nuevos.
Abro los ojos. Soy el nene. El de los anteojos, el de la pelota y el de la caña de azucar. La llama me muestra lo que hice, me muestra a la gente que me acompaña y me enunera mis logros. Se atreve también a compartirme mis esfuerzos, mis sacrificios y me abraza. Parece no querer soltarme. El cachete derecho me confirma lo inevitable y la lágrima me nubla la vista del fuego olímpico. Sólo alcanzo a decir unas palabras:
«Que nunca se apague».