Los fantasmas que persiguen, otra vez, al Poder Judicial

Por Manuel García-Mansilla

El 2021 anticipa un poder judicial asediado por el poder político. A pesar de ser uno de los pilares de nuestro sistema constitucional, el poder judicial ha sido la Cenicienta del gobierno federal desde, por lo menos, 1947. Y, como lo demuestra el inicio de un insólito juicio político al Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, Dr. Carlos Rosenkrantz, o las declaraciones de dirigentes del oficialismo acerca de que la Corte estaría “agotada”, no se vislumbra voluntad en el gobierno de turno de respetar al poder judicial como debiera hacerlo. Más bien, todo lo contrario.

Es imprescindible repasar qué pasó en los últimos 75 años para entender el porqué de ese estatus disminuido que parecen tener los jueces en nuestro país. A partir del juicio político en el que se removió a la mayoría de la Corte Suprema en 1947, prácticamente todos los gobiernos siguientes quisieron tener su propia Corte. Y el poder judicial en su conjunto fue puesto “en comisión” en varias oportunidades.

El problema no está en el diseño de nuestras instituciones, sino en el comportamiento de nuestros gobernantes. La Constitución Nacional tomó a la Constitución de los Estados Unidos como modelo, especialmente en lo que se refiere al diseño y organización del poder judicial federal, incluyendo la Corte Suprema. Si comparamos en este aspecto la trayectoria de nuestra Corte con la de la Suprema Corte estadounidense, el contraste es demoledor. La Corte estadounidense mantiene el recambio institucional y la cantidad de jueces de forma continua y regular desde 1947 (en realidad, lo hace desde 1869). En cambio, la composición y número de integrantes de nuestra Corte cambió, por diversos motivos, en 1947, 1955, 1960, 1966, 1973, 1976, 1983, 1990, 2003 y 2006. ¿Agotador? Seguro.

Entre el primer juicio político en 1947 y 2020, desfilaron 74 jueces por nuestra Corte Suprema. La mayor parte de esos jueces dejó su cargo por causas políticas. En ese mismo período, la Suprema Corte estadounidense tuvo solamente 40 Justices. Salvo tal vez el caso de Abe Fortas en 1969, ninguno de sus jueces dejó el cargo por causas políticas. La Corte norteamericana tuvo una composición de 9 integrantes durante todo ese período. Nuestra Corte, en cambio, tuvo 5 miembros entre 1947 y 1960, 7 entre 1960 y 1966, 5 entre 1966 y 1990, 9 entre 1990 y 2006 y, de forma gradual, volvió a una integración de 5 jueces en 2006. Y ahora hay quienes impulsan un cambio para llevarla nuevamente a 9 jueces.

El promedio de duración de cada Corte entre 1947 y 1990 nunca superó los 8 años. Luego de la ampliación en 1990 y el enorme desprestigio que implicó la constitución de la famosa mayoría automática, esa integración se mantuvo durante 13 años. A partir de los juicios políticos promovidos en 2003 y 2005, se puso en marcha el último proceso de “renovación” de la Corte que lleva en el mejor de los casos apenas 14 años. En términos históricos, nada. Y, sin embargo, los vientos de cambio vuelven a soplar…

No hay país que pueda crecer sin instituciones sólidas y sin respeto por el Estado de Derecho (el imprescindible “rule of law” anglosajón). Y, entre esas instituciones, el poder judicial y su cabeza la Corte Suprema, con independencia funcional e idoneidad técnica y ética de sus jueces, es fundamental. Es la encargada de garantizar que tengamos un gobierno de leyes y no de hombres. La sociedad lo entiende. A la luz de lo que pasó con el poder judicial en los últimos 75 años, los gobernantes parecen que no.

Ojalá el sistema político revea su posición y trabaje en 2021 no en atacar y manipular a su gusto al poder judicial, sino en mejorar lo mucho que, sin dudas, tiene por mejorar. Podrían, por ejemplo, enfocar sus esfuerzos en un objetivo modesto como es el de impulsar una indispensable transformación digital para agilizar los procesos judiciales. De esta forma, harían una gran contribución para mejorar la administración de justicia en nuestro país. Sería un pequeño paso en la dirección correcta, que fortalecería al poder judicial y beneficiaría a toda la población. Pero, a la vez, sería un enorme gesto simbólico que mostraría que hemos aprendido algo de la amarga lección que ofrece nuestra turbulenta historia institucional y que como sociedad estamos dispuestos a reparar tantos errores cometidos.

 

*Publicado en el suplemento La Visión de los Líderes 2021 de El Cronista.